(…Iguana: “es una especie de lagarto de piel cartilaginosa, grande y de horrible figura que se encuentra con mucha frecuencia encaramado en los árboles. Las acostumbran hacer bajar tirándoles piedras y cuando están en el suelo corren rápidamente, pero los cazadores a veces las superan en velocidad y las atrapan. Una vez las tienen en su poder las abren, como se hace con un enfermo y les buscan en el vientre los huevos, que son del tamaño de una codorniz, y los sacan y los cocinan, y en unas ensartas grandes los cuelgan, y son devorados apetitosamente cuando ya están secos…”). -Antonio de la Torre y Miranda (1730-1801): “Memorias de las refundaciones de cuarenta y tres poblaciones en la provincia de Cartagena y las sabanas del Sinú”.
A Marcial Alegría

Fue horrible y bárbara la manera como se levantaron las iguanas. De un momento a otro empezaron a sorprender a la gente en los caminos. Caían en pandilla sobre los caminantes de los montes, los apaleaban, los maltrataban, los amarraban. Luego soltaban a los hombres; se llevaban solamente a las mujeres. Como hormigas camineras, en una larga procesión verde, transportaban las victimas como quien transporta un santo monte adentro. Y mientras los hombres corrían al pueblo por las armas y más gente, ellas tenían tiempo suficiente para borrar los rostros y perderse en la espesura.

Esto empezó a suceder todos los años por septiembre. Era curioso. Pero pronto se encontró una explicación: nueve meses después de enero, por septiembre, el número de mujeres preñadas es mayor. El hombre colombiano siempre preña por los días de cosecha, por enero. Así, cuando las mujeres se encontraban al parir, las iguanas atacaban.

Nunca nadie supo cómo lo hacían, pero los hombres supieron: las iguanas se metían a los montes con sus víctimas en procesión –con las manos y las piernas amarradas por detrás-, las desmontaban, ensuciaban sus barrigas de balón con baba espesa, las rajaban con piedras afiladas, extraían las criaturas de los vientres, costuraban las heridas con majagua averaguada, y sin que las mujeres pudieran caminar, las soltaban. Tomaban las criaturas, las salaban, las adobaban con toques de ajo y cebollín, y durante un rato las cocinaban. Después venía el banquete.

Como no se alcanzaban a comer todos los niños cocinados, los colgaban en racimos de las tiendas del mercado. Para algunos así eran más sabrosos: con las entrañas duras, empedrecidas, aterronadas.
Por eso, sólo por eso, los hombres declararon la guerra a las iguanas.

Y es fácil ver hoy, si se viaja por las tierras de la costa norte colombiana, que los hombres se han vengado. Ahora puede usted comprar huevos de iguana en cualquiera de las tiendas del mercado. Se venden en racimos, menudeados, en collares y en hileras; y les han sido extraídos a las iguanas de igual manera: abriéndoles el vientre, cocinándolos en ajo y cebollín y cerrando las heridas con majagua averaguada.

No es que el hombre sea bárbaro aún, no. Las iguanas empezaron.

DAVID SÁNCHEZ JULIAO