DAVID SÁNCHEZ JULIAO

(Joe Broderick y Sra. Tienen el gusto de invitar a Ud. –s –a una comida de corbata negra el  próximo 7 de septiembre en su residencia. Hora: 9 p.m. R.S.V.P.)

Para María Elena Márquez

Fue una fiesta fantástica, como pocas. La gente empezó a llegar temprano porque todos sabemos que a las fiestas que prepara el Joe hay que agarrarlas por la cabeza y soltarlas por la cola, ya clareando. Por eso, cuando quisieron ser las ocho, cosa que no sucede, se había destapado la primera docena de botellas y había circulado la primera ronda de pasabocas. En la tarjeta decía que de corbata negra, pero se sabe que la gente no respetaba pinta y cuando Joe y su mujer, parados en la puerta, empezaron a recibir los invitados, tocó que se hicieran los de la vista gorda cuando aparecieron los primeros pechos de la camisa abierta. Todo se perrateó. Alguien, por simple y pura malditidez, corrió una llamada telefónica de número a número –como quien golpea una bolita de uñas cuesta abajo- y sólo el diez por ciento de los hombres se amarró su corbatín de hélice. Ya adentro, terminaron quitándoselo. Con las mujeres no hubo problemas: lectoras de Vanidades, vinieron con maxifalda.

El caso es que al quinto trago, cuando ya el humo de los cigarrillos empezó a condenarse contra el cielorraso, la gente  hablaba idioteces bamboleando los vasos en la mano como jugando al péndulo; no solo con la mano.  Los temas también: eran bamboleantes, pendulares.

Pero no todo fue charla, que va. Por esos días Joe había comprado el último disco de Fruko y sus Tesos: “El caminante”. Y hombres y mujeres, él con la de él y ella con la de ella, empezamos a bailar salsa con brinquitos de a centavo y pasecitos de la epilepsia. Esos pasos antillanos, lo juro, suben más el whisky a la cabeza. Se podría jurar, sin ofender a Dios ni a Joe, que eso fue lo que hizo que de pronto, los mismos dueños de la casa abrieran las ventanas y nos invitaran a amontonar los muebles, las lámparas, las mesas vestidas de terciopelo, los relojes viejos y enormes, los adornos de las paredes, los libros de la biblioteca, las porcelanas de la señora, las camas de los dormitorios, las ropas de los closets, los juguetes de los niños, las alfombras del piso, los trastos de la cocina, y todo lo que andaba rodando por aquí y por allá sin puesto fijo, en el centro de la sala. Fuimos apeñuscando los chécheres unos entre otros, huecos con patas, como en un coito inmóvil de cajones y porcelanas, hasta reducir sus espacios a la mas mínima expresión; hasta que casi no quedaran vacíos en medio de la pelota de enseres que reposaba sobre la alfombra de la sala principal. Cuando la pila estuvo armada, todos nos quedamos mirándola, idos, lelos, abismados, ojiabiertos y despepitados, como quien contempla una de esas esculturas criticadas y obsesivas. Joe bajó entonces de su asombro y dijo:

-Para fuera todo.

Y nos dividimos en dos grupos, uno que se queda adentro en la sala y otro que salió al jardín a recibir los muebles y las cosas. El montón empezó a perder altura en la medida en que muebles, ollas, patas, cajones, libros, calderos, ceniceros, botellas, camisas y calzoncillos salían de mano en mano como en una marcha de ladrillo rumbo a la ventana y brindaban a las manos que esperaban en el jardín para colocarlos en un montón igual sobre la gama de los gansos y pavorreales. En menos de un instante la pila estuvo armada afuera, con sus mismas formas y dimensiones. Pero Joe no se contentó con eso sino que dijo:

-Ahora la casa

Y nuestras uñas subieron a la unión de las tablas del cielorraso, al borde de las paredes, se incrustaron en las ranuras y empezaron a arrancar las planchas  y las vigas y a doblarlas como una tortilla en una curva de medio punto con dirección a la ventana. De la unión de la pared y el piso, opuestos a la venta, salieron las maderas como en surtidor buscando las cosas del jardín. Empujamos y empujamos, con cuidado para que los clavos y las pegas no cedieran, hasta que la casa toda empezó a salir apeñuscada, sin resquebrajarse ni añuñirse, por el hueco estrecho de la ventana. Fue como meterle la mano a un tigre por el ano, estirarla hacia adelante, agarrarle los colmillos, jalar duro hacia atrás hasta que quedaran los pelos como vísceras y las vísceras como pelo. Así contemplamos la casa de Joe, todos abismados, afuera, en el jardín: las manijas de las puerta, las fallebas de la ventanas, las paredes decoradas, los baldosines del baño, los suches de la energía y las cortinas de algodón, hacia afuera; y las enredaderas, el musgo de los zócalos, las tejas deslavadas, el número del buzón y el farolito de la entrada, hacia adentro.

Reímos abrazados, muertos de la dicha en el jardín, hasta la madrugada.

¡Hasta que al fin alguien en Lorica, y ese fue Joe, se atrevió a echar la casa por la ventana!

Bogotá, septiembre 1974