“Apolonio Domínguez ha muerto”. Antes de la madrugada, el bulto de su lengua le volvió gruesa la garganta y esponjada la boca. Hasta que el aire se negó a entrarle por los hoyos de la nariz y por las rajas de los dientes en ese zumbido como el pito que despertó al vecindario. Y se ahogó con los pulmones secos. Antes de morir, peló los ojos como dos bolas de cristal, cambió la piel a un color de azucena vieja, y trasbocó a esa lengua larga, gruesa, reseca, que cayó sobre su cuerpo como una almohada en forma de hoja de plátano. Salió de la boca y lo cubrió todo: rebasó los pies puntudos, se asentó sobre el piesero de la cama, cayó al suelo de plano y se extendió como la alfombra de un pasillo hasta la pared. Allí acabó, filuda, en punta.

Lo lloraron a gritos en la habitación oscura. La familia se encerró a lamentarse a solas para que la gente no se enterara de que a Apolonio Domínguez, después de muerto, le había crecido la lengua más allá de la imaginación. Pero la gente abrió las puertas, entró y lo vio.

(En la carpintería esa tarde)
El cepillo iba y venía, resbalándose sobre el listón, botando hacia arriba los crespos de aserrín.
-Es una locura mandar a hacer dos cajas para el mismo muerto.

Al extremo, junto al torno, se clavaban las costillas del primer cajón.

-No es una locura. En una caja no hubiera cabido él y su lengua.

El cepillo se detuvo.

-Verdad: todo mundo decía que cuando muriera habría que mandar a hacer dos cajas.

-Apúrate, que el entierro es a las cinco.

Se sintieron los claveteos más seguidos.

-Han debido avisar temprano que se trataba de dos cajones.

-Falta de imaginación nuestra. Lo hemos debido suponer.

(En el club social, tres años antes)
La ceremonia del matrimonio había sido a las seis en la Iglesia. Pero los festejos se realizaron en el club social. Contrataron una banda, diez meseros, tres vajillas. Mandaron a preparar un arroz apastelado, a comprar diez cajas de Whisky y a decorar un ponqué de tres pisos con una palomita blanca en la cúspide.

A las siete, la orquesta empezó a tocar. A las ocho llegó él.

-Mierda –en una mesa-: llegó Apolonio Domínguez.

-Guillermo, suéltale las manos a Cecilia.

-¿Qué dirá al ver que el cura vino al baile para la foto del ponqué?

-Pedro: ve y dile a Cristina que no baile tan pegada.

-Julio: arréglate la corbata. Va a creer que estás borracho.

-Está buscando un grupo para sentarse.

-Mierda: se nos viene para acá. Nos jodimos.

-¡Con la lengua que se manda!

(Las dos caras de una misma historia)

Donatila Manzur pasó por ahí cuando venía del trabajo y pensó, voy a visitar a Ana Helena que desde que consiguió el puesto de administradora del hotel no la he visto, y aprovecho para felicitarla por haber conseguido trabajo. Se saludaron, hablaron de todo. Bueno me voy querida, tengo mucho que hacer en la casa. Se dieron la mano y un beso en la mejilla, pero a la mitad de la despedida, Ana Helena, la administradora, se volvió para decir hola, hola señor Zapata, adelante, está en su casa, tengo libre la 206, la pieza que le gusta, adelante. Era un pasajero que llegaba. Donalita Manzur dejó a Ana Helena en su trabajo y salió.

-Yo la vi pasar por mi casa con rumbo hacia el hotel. Él aparcó el carro al frente y espero a que ella entrara. Después entró él. Y como a la hora, salió primero ella y después él. Él es agente viajero y viene de vez en cuando. Ana Helena, la del hotel, les presta la pieza.

¡No seas embustero, Apolonio! ¡Tienes una lengua viperina!
(La historia de la lengua de Apolonio)
Muchísimos años antes de su muerte, el pueblo empezó a enterarse de que Apolonio Domínguez le estaba creciendo la lengua. En un principio, lo descomunal
de la noticia alarmó a la gente, y se armaron procesiones con velas encendidas desde todos los barrios y pueblos vecinos, donde los habitantes fueron movidos más por la curiosidad que por la esperanza de un milagro. Con el correr de los días, sin embargo, la desconcertante lengua de Apolonio se fue haciendo tan familiar como el arroz. Todo se debió a que un domingo, desde el púlpito, el cura acató el milagro con la serenidad de un pescador. Fue muy raro. Pero el tiempo pasó, y si bien el pueblo aceptó la existencia de aquella lengua de culebra con la misma indómita serenidad con que manejaban el hambre y la desesperanza, el cura encontró en ella y en su dueño los aliados que la Iglesia andaba buscando como enloquecida desde que los tiempos empezaron a cambiar. Porque Apolonio, al menos de dientes para afuera, siempre manejó su lengua según los cánones de la Santa Madre Iglesia y las invenciones del Padre Astete. Como buen cristiano criollo, sin embargo, no se resistió a ceder ante las presiones del paganismo. Con la venia de la vista gorda el cuera, se prestó a utilizar su lengua para los más singulares eventos. Usando el poder que la naturaleza le había conferido de convertirla en lo que quisiera, un día en los carnavales del Once de noviembre la transformó en un enorme falo de veinte metros de largo que cincuenta hombres cargaban en fila delante de él como arreando un poste de la energía. En otra ocasión, la convirtió en culebra cascabel para ahuyentar del pueblo una invasión de hippies cachacos del interior que habían armado carpas en el río y saturado el pueblo de un estridente olor a marihuana. Y muchas otras veces se le vio transformada en látigo, lacerando sin compasión desde la puerta de su casa a mujeres infieles, a adúlteros escandalosos, a médicos inmorales, a estudiantes inconstantes, a bebedores acérrimos, a turcos usureros, a solteronas desocupadas, a niños burreros, a comerciantes especuladores, a señoritas de dudosa ortografía. En sus ratos desocupados, Apolonio Domínguez utilizaba la lengua para los más insospechados menesteres; para satisfacer a mujeres insatisfechas que necesitaban el favor de su lengua, su pegajosidad, su calidez, su culebreante versatilidad; para subir árboles, para cazar ratones, paras acudir el techo, para alcanzar mangos y guayabas, para reemplazar el almidón en la pegada de los papeles de muerto.

(En el púlpito, durante la misa de cuerpo presente)
A las cuatro y cuarto de la tarde, en un paréntesis de la misa, el cura caminó hacia los ataúdes seguido del monaguillo, introdujo el hisopo en el agua bendita, roció tres veces el ataúd del cuerpo de Apolonio Domínguez y tres veces el ataúd, más largo y fluido, en donde se guardaba la lengua.
Luego subió al púlpito, con el evangelio en la mano, y empezó a hablar diciendo:

“…Este hombre y esta lengua, difuntos ya por disposición del Señor, dejan un enorme vacío en la tierra. Esta lengua y este hombre, guardianes celosos de la moral y las buenas costumbres, se alejan para siempre del mundo, de sus vanidades, pompas, peligros. Y nos abandonan. Pregunto yo, queridos fieles. ¿Qué aremos sin ellos? ¿A dónde iremos a parar sin fuerzas como éstas que contengan el desbordamiento de los cauces de la moral?...”

(Adiós, lengua larga)

-Aquí está el ataúd de don Apolonio.

La mujer saludó al carpintero y salió a la puerta. Se acercó a las rejillas de la camioneta.

-Pero esto es el ataúd de él, ¿y el de su lengua?

-No cupo, señora; lo traen ocho hombres cargado.

David Sánchez Juliao.