Esa maldita costumbre de Acab Nomar de andar debiéndole a la gente es lo que hace que le salgan culebras en la calle. Y las culebras que a Acab se le aparecen no llegan del cielo, ni caen de las nubes como él Maná de los tiempos idos, ni salen de las alcantarillas como en los programas infantiles de la tele, no. Las culebras que se le van formando al pobre Acab frente a los ojos, salen de la materia prima del cuerpo de sus amigos.

Antes de dejar su casa para arrancar hacia el trabajo, el pobre Acab en un mapa previamente, a lápiz rojo, las rutas permitidas, las calles transitables, y sin alterar los caminos premarcados, empieza a caminar. Pobre Acab. Son muy pocas las calles y avenidas por dónde puede transitar. En una esquina insospechada en la tienda menos pensada, en el granero menos soñado, da en la pura mitad de los asfaltos con el tendero, el almacenista, el cobrador, y peor aún, con el amigo. Y Acab mira ahí, lelo, mudo, pálido, ido, lo que pasa con su cuerpo:


Pobre Acab. Esa persona, que es un amigo, a quién él abre los brazos para recibirlo en su bondad abandonada, se vuelve verde, coma verde primero como la palidez verde brillante del limonero tierno; luego adquiere la larga verdura amalgamada de la hoja niña del Maíz, después cambia al verde intenso de las banderas de México y Brasil, y finalmente ese verde se concentra cómo hirviendo, evaporando el agua que a veces le sobra a los colores. Y allí, hirviendo el color junto a la calidez de la mañana, el verde triplica su verdor a un verde más hiriente con olor a plastilina. Y esa misma plastilina amelcochado se va alargando, toda verde, y los ojos de su amigo, se aredondan como bolas de cristal en un rostro, todo verde, al que le crece hacia adelante una trompa como de perro, toda verde, y hacia atrás un cuello de cuyo cuello no nace sino cuello, todo verde, que se estira como una plastilina embolillada de cuya punta para atrás hacia el final, todas verdes, las escamas empiezan a crecer hacia adelante, multiplicándose, repitiéndose, subiendo por la mitad del largo cuello verde, todo verde, hasta llegar al cuello – cuello, también verde, de donde nace aquella cabeza del amigo como perro, con fosas profundas, todas verdes, debajo de los ojos de cristal claros y brillantes incrustados en la carne verde de la cara, toda verde, que acaba ahora no en la trompa sino en los colmillos amenazantes delante de la bolsa del veneno por encima de la cual pasa y baila la lengüita roja que se alarga sirviéndole de prólogo carmesí aquel cuerpo largo, todo verde, que a Acab Nomar amedrenta y amenaza:


-¡La culebra, la culebra, la culebra!- grita Acab Nomar entonces.


Pobre Acab - en esas se las pasa Acab Nomar. El pobre Acab: ¿qué carajo hará la plata Acab Nomar?

No pudo el pobre Acab, coma y tanto que lo buscó, coma encontrar a alguien que le dijera a aquella frase que una noche sueño en un sueño también verde: dos puntos
-sólo con billetes, coma Acab. Junto Sólo con billetes las podrás exterminar.

No encontró a nadie que le dijera aquello. Tuvo que venir un duende, coma que sigiloso penetró en la soledad de su apartamento de soltero, coma pasó la división de libros que separa el dormitorio de la sala, coma penetró por una puerta estrecha en el halo de su sueño, coma para hablarle y repetirle:

-sólo con billetes, coma Acab sólo con billetes las podrás exterminar.

Al otro día Acab Nomar se levantó decidido a no cumplirle la cita a su trabajo y se acordó de aquel amigo de la infancia y del colegio, que ahora gerenciaba aquel banco de la esquina. Rumbo al banco cuando Acab presintió que aquel día por fin había logrado burlar la presencia de los seres anillados, oh sorpresa: todos juntos todavía conservando sus colores, lo esperaban en la esquina. Eran ellos. Mudo y pálido de nuevo, triste y lelo, Acab sintió nerviosamente y sin poder ya caminar a la metamorfosis de los hombres: de blancos y de indios, de negros y mestizos, el color de maíz tierno se empezó a apoderar de los tonos de sus pieles, el verde intenso devoró con su presencia al verde niño, y Acab, casi verde, vio los cuerpos alargarse las largas colas estirarse, las escamas asomarse, y gritó:


-¡Las culebras, las culebras!


Acab corrió hacia el banco rompiendo el aire quieto de la tarde, partiendo en dos los espacios de la calle. pero las culebras arrastrándose coma zigzagueando sobre el polvo, como fila larga de canoas, pero verdes, enfiladas como el teclado marrón de una marimba, pero verde, masticando con sus panzas el caliche de la calle (como si murieran vidrios), siempre verdes, empezaron a seguirlo.

-¡las culebras las culebras!- gritó Acab a la cara del portero.

-Pero Don Acab, coma son simples hombres.


-Hombres no, culebras. ¡Son culebras! aparte


Cuando Acab penetró al aire frío del banco y empezó a tomar la escalera a la gerencia, las culebras enfiladas tropezaron con la puerta que el portero había cerrado. Y cuando Acab había subido a trancazos los primeros escalones, las culebras allá afuera abrieron sus bocas verdes, pelaron los colmillos blancos, los hincaron en el vidrio y, como si fueran anillos de diamante trazaron un círculo moviendo los pescuezos, apoyándose en la cola como en la pata de un compás, y rayaron en redondo. Luego, con la cabeza aquella de perro verde, empujaron los vidrios que le cayeron hacia adentro y se rompieron al pie de los huecos ardientes. Por ellos, como un chorro de agua, pero verde, que se mete por un tubo sin paredes la culebra penetraron, tomaron la escalera y empezaron a subir. Cuando Acab Nomar recibía en una bolsa de papel el dinero del gerente, las culebras penetraron de igual forma a la oficina de manija asegurada. Acab, al verlas, empezó a llover billetes sobre aquel espacio verde de cuerpos verdes que se confundieron con el verde del papel dinero; y mientras más cuerpos verdes llegaban más billetes Acab desesperado les lanzaba. Pero los cuerpos largos de repente comenzaron a encogerse, a pasar del verde intenso al verde niño de las hojas de maíz, a borrarse las escamas en un esfuerzo incalculable, a cambiar la cara burda de los perros, pero verdes, por la cara dulce y tierna del amigo. Se volvieron hombres. Recibieron los billetes. Firmaron los recibos. Sonrieron al gerente.


Apretaron la mano del pobre Acab. Y se fueron. punto cuando Acab con el susto exterminado

volvió a dar la cara al escritorio y al gerente, su amigo y el gerente todo blanco, empezó a volverse verde, a cambiar del verde tierno de las hojas del Maíz al verde intenso de las banderas de México y Brasil, alargarse allí en la silla sin moverse, empollando entre las nalgas una enorme cola verde; a abrir la boca grande pero verde y con colmillos, aspirar profundamente hacia la cola arrastrando en la succión con ceniceros, papeleras, lapiceros, y con el endeble cuerpo del pobre Acab que rozando los colmillos y la bolsa del veneno penetró en el túnel negro con paredes pegajosas, se hundió por él hasta el final de un negro fondo sin final, pasó a los laberintos inconexos de la muerte, hasta que resignado decidió cerrar los ojos a la vida y se dispuso suavemente a vivir la eternidad.

-pobre Acab- dijeron sus amigos en la misa: vivía siempre enculebrado



     DAVID SÁNCHEZ JULIAO